[…] Abraham tenía el instinto de que Dios tenía algo que ver con la paternidad. Para ello tuvo que experimentar largamente el deseo de tener un hijo nacido de su carne y de Sara, la carne de su carne… un hijo en quien reconocerse, prolongarse, sobrevivir, es decir, vivir indefinidamente, hasta el infinito. Abraham se dirige entonces hacia el Único que ya prefirió a su propio padre, por el que dejó todo, en presencia de quien se esfuerza por caminar: ¡Dame un hijo! Y cuando el hijo de la risa está aquí… Abraham sabe que no es totalmente suyo. Al dárselo, Dios le ha dado algo de sí mismo que algún día debería devolver a él, algo que participa de la vida misma de Dios, y por tanto de la victoria sobre la muerte, del ser mismo de Dios que es dar la vida.
[…] Llegado el momento, Abraham entregará a su hijo a Dios como se da la propia vida, como se realiza a sí mismo yendo hasta el extremo de lo que se puede, de lo que se es. Abraham intercedió por Sodoma. Él no intercede por Isaac. No se interpuso en el camino como Pedro, a quien Jesús acaba de anunciar su Pasión y muerte. Esta fe desnuda significará quizás por primera vez en el mundo la paternidad de Dios tal como se ejerce incluso antes de la creación del mundo. Signo visible del Padre que entrega a su hijo por amor, y a la vez signo visible de la madre que engendra en la sangre a una multitud. Desde que Abraham aprendió de Dios a contar las estrellas en el cielo, ya no está totalmente en la tierra… avanza hacia el monte «Moriah», es decir hacia el monte donde Dios ve lo que es invisible al hombre. Se unió al más allá. Es en la montaña donde el seno de Abraham, antes marcado por la muerte, se convertirá en el lugar fecundo de la resurrección de los muertos, la tienda abierta a los supervivientes del infierno.
Imaginemos entonces que Abraham sube con Jesús y el trío [de sus discípulos] en este alto monte de la transfiguración. El vestido blanco, la nube, son los atributos apocalípticos del hijo del hombre cuando entra en compartir la Gloria de Dios, el seno de Abraham. Elías, Moisés, esto no le sorprende: lo que está en juego es la victoria sobre la muerte. La voz es la que podría ser la suya: este es mi hijo amado. Ni por un instante Abraham piensa en levantar tres tiendas, él que acogió a los Tres en su tienda única. No identifica en pie de igualdad a Elías, Moisés, ni a Aquel que está en el centro.
Sólo tiene ojos para el Único y bien amado – ya lo había reconocido en Isaac – aquí está, el Hijo de la Promesa, de la Promesa hecha a nuestros padres, a favor de Abraham y de su descendencia para siempre. Y Abraham nació a esta paternidad adoptiva, en el Espíritu, que es reconocer al Hijo Unigénito en cada hombre, para confesar la luz más radiante que el sol, en la cual brilla la multitud de estrellas. ¡Escuchadlo! Abraham puede decirlo. Él sabe de dónde viene esta obediencia totalmente filial que lo llevó a entregar a su hijo. También en él el Espíritu del Hijo susurró ¡Abba, Padre! Cuando desciendan y se interroguen sobre la resurrección de los muertos, como a menudo hacemos nosotros, ¿sabrán ellos – sabemos nosotros – que Abraham se queda allí hasta la consumación de los siglos? Dirigido hacia nosotros, como el Padre, para decir "Este es mi Hijo bien-amado. En él lo he dado todo". Dirigido a nosotros, como el Hijo, para decir "¡venid al Padre! dadle todo y viviréis".
Christian, extractos de la homilía para el 2º domingo de Cuaresma, 3 de marzo 1985, (Gn 22,1-18 et Mc 9,2-10)