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“El perdón de Christian no es un final, sino un nuevo comienzo: un llamamiento a la paz.”

 

HUBERT DE CHERGÉ

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Tengo un pensamiento muy particular sobre la Navidad vivida por mi hermano Christian y los monjes de Tibhirine, tres años antes de su secuestro. Era un crepúsculo invernal, en un clima de violencia, el país estaba dividido entre los hermanos de la montaña, los islamistas, especialmente el GIA, y los hermanos de la llanura, el ejército regular argelino. A la cabeza de un comando, el líder islamista Sayah Attia había llamado a la puerta del monasterio, pidiendo hablar con el "papa" del lugar. Tenía sangre en las manos: unos días antes, a cuatro kilómetros en línea recta de Tibhirine, había degollado a doce croatas cristianos.

Pretendía someter a los monjes a una serie de exigencias. Christian explicó desde el principio que el monasterio era un lugar de paz y que nadie entraría con armas. El jefe del comando elige hablar fuera. En un tono amenazador, pidió el envío del médico, el hermano Luc, a las montañas para curar a sus combatientes. Exigió una serie de beneficios adicionales, especialmente dinero. Christian rechazó todo: el dinero, por supuesto, porque el monasterio era pobre pero sobre todo porque no podía financiar armas. En cuanto al médico, tampoco. Los combatientes serían atendidos en el monasterio, en nombre de la caridad y la fraternidad que se debe a todo ser humano. El "no" decidido y suave opuesto cada vez que Sayah Attia hacía una petición enfadó a éste último. De repente exclama: “¡No tienes opción!”.  Christian responde: “Si, tengo elección”. La de sacrificar su vida. Sayah Attia está impresionado. Advierte: “¡Volveremos!”. Christian: “Esta noche celebraremos la Navidad. Es el nacimiento del príncipe de la paz...” Jesús es uno de los profetas de los musulmanes. El jefe del comando se echa atrás: “Perdóname. No lo sabía”. Él nunca va a volver. Herido en un combate con el ejército argelino, agonizará entre terribles sufrimientos durante unos diez días, sin hacer llamar al médico, en las montañas. Y Christian, tratando de imaginar la llegada de Sayah Attia al paraíso, defendía las circunstancias atenuantes, diciendo: “Pido a Dios que le perdone”. A finales de marzo de 1996, desapareció, secuestrado junto con sus compañeros de Tibhirine. Nuestra angustia durará 56 días, durante los cuales el GIA chantajeará con la liberación de sus combatientes detenidos en Argel. A finales de mayo, las cabezas de los siete monjes serán encontradas en bolsas colgadas de las ramas de un árbol, a la entrada de la ciudad de Médea.

“Si me sucediera un día – y ese día podría ser hoy – ser víctima del terrorismo, escribía Christian en su testamento, (1) yo quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recuerden que mi vida estaba entregada a Dios y a este país”. Lamentaba de antemano que los argelinos fueran acusados indistintamente de su asesinato: “Sería pagar muy caro lo que se llamará, quizás, la "gracia del martirio" debérsela a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si él dice actuar en fidelidad a lo que él cree ser el Islam”. Esta frase lo sitúa a él y a sus hermanos cistercienses, no como mártires de la fe, sino de la fraternidad y de la caridad, siempre solidarios con un pueblo que sufre. “Mi vida, decía él, no tiene más valor que otra vida. Tampoco tiene menos. En todo caso, no tiene la inocencia de la infancia. He vivido bastante como para saberme cómplice del mal que parece, desgraciadamente, prevalecer en el mundo, inclusive del que podría golpearme ciegamente”. Así absuelve a su futuro asesino, el “amigo del último minuto”, que no sabía lo que hacía. “Y que nos sea concedido reencontrarnos como ladrones felices en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y mío”.

Escrito en primera persona del singular, el testamento de Christian debe leerse en plural, porque el don de su vida se ha convertido en el de los siete monjes de Tibhirine. Para él y sus hermanos, esta muerte no puede disociarse de “tantas otras tan violentas y abandonadas en la indiferencia del anonimato”. Cuando tuvimos conocimiento de este texto - mi madre fue la primera en leerlo, y luego todos los hermanos -, lo discutimos en familia: su mensaje era luminoso. Estábamos afligidos, pero nos mostraba el camino: cuando en lugar del odio y la venganza, el perdón viene a implantarse en la tierra de la memoria, hace que crezca algo nuevo, y lo que podría haber sido un veneno se convierta en savia. El perdón es una conversión en el sentido primario del término. No es un final, sino un nuevo comienzo. Ha determinado en mí un compromiso humilde, sin duda, pero fervientemente militante, por el acercamiento y la comprensión entre cristianos y musulmanes. En este camino por la paz, yo también cuento con los judíos y los no creyentes... He visto, por ejemplo, en mis encuentros de los últimos diez años, gente de diferentes confesiones descubrir que ciertas palabras de sus textos fundacionales les eran comunes. No se trata de promover ningún tipo de sincretismo, sino de compartir experiencias y descubrir en nuestras diferencias fuentes de profundización. En un contexto dominado a menudo por otros intereses, el hombre debe estar en el centro del dispositivo, para una alianza entre las buenas voluntades. Así, en esta víspera de Navidad resuenan en mí las palabras de Christian dirigidas a Sayah Attia: “Es el nacimiento del príncipe de la paz”.

 

(1) Sobre el testamento de Christian de Chergé, cf. la obra de Guillemette de Sairigné : Mille pardons. Des histoires vécues. Une exigence universelle. Editions Robert Laffont, 299 p., 20 euros

Le Figaro, no. 19406, Le Figaro Magazine, sábado, 23 de diciembre de 2006, p. 32